Creo que “espiritualidad” no se trata alimentar una parte de la persona
humana, la interior (“el espíritu”), y llenarla de nutrientes, o de
“cosquillas”. Eso me parecería dualista, y además dudosamente
evangélico. Eso permitiría –en la práctica- que sólo quienes tienen la
ocasión, puedan ser “espirituales”. Así, unos –por pertenecer a la vida
“religiosa”, por ejemplo, podrían serlo, mientras otros –en general los
laicos, con la excepción de aquellos/as que “no tienen nada que hacer”-
difícilmente sean verdaderos espirituales. Unos –los primeros- tienen
oportunidad de rezar, leer libros “espirituales” (que alimentan o hacen
“cosquillas” en el espíritu), participar de sacramentos, mientras que
los otros –el 99%- no tienen esa oportunidad. Y serían –en la práctica-
una suerte de “cristianos de segunda categoría”, casi “de ocasión”.
Por el contrario, creo que “espiritual” es todo aquello o aquella
persona que en su vida es conducido por el Espíritu de Dios, y colabora
en esa conducción. Se trata de la vida toda, no de un momento de esta,
del que sólo puede gozar quien “tiene tiempo”.
No voy a cuestionar a los primeros, a los que pueden aprovechar para
leer buenos libros, en especial la Palabra de Dios, tener momentos
fuertes de oración o participar de sacramentos, aunque –si tuviera la
ocasión- me gustaría alertarlos sobre la posibilidad de que esas
circunstancias los alejen de la vida cotidiana, precisamente de la vida
según el espíritu, y creyendo ser espirituales se vuelvan todo lo
contrario, por no saber reconocer el espíritu allí donde sopla. Evadirse
de la realidad entre “salmos, himnos y cantos espirituales” no es
espiritualidad sino todo lo contrario. Por evasión, precisamente.
Mi reciente experiencia en Tumaco fue –para mi- profundamente espiritual.
Creo tener los ojos y los oídos entrenados para reconocer las cosas de
Dios (o las que no lo son, que a veces es el mismo camino). No me creo
ni soberbio, ni paternalista, ni “iluminado” por atreverme a decir que
estoy convencido que ciertas cosas “son” y otras “no son” voluntad de
Dios; ¡y atreverme a decirlo! Y aprender a escuchar o ver esa voluntad
de Dios es –precisamente- espiritualidad. ¿Dónde sopla el espíritu de
Dios en medio de la vida, y de la muerte? ¿Qué dice –o susurra- entre
balas, llantos o risas de niños?; ¿por dónde camina entre palafitos,
puentes desvencijados y esquivando moto-taxis?
Mirando la gente, sufrida y cálida, pacífica y profundamente humana, no
puedo sino reconocer que allí también está el espíritu de Dios. O
especialmente allí. ¿Cómo es posible que mujeres signadas por la
violencia, a las que mataron un marido, o hijo/s sigan siendo cercanas,
fraternas (sororales, para ser precisos en este caso), te reciban en su
casa y no veas odio en sus ojos? ¿No está presente allí el espíritu? ¿No
es ese mismo el espíritu que debemos beber y saborear? Las puertas
abiertas, los niños jugando en la calle o en el agua, los saludos
constantes, ¿no son vida, alegría y paz? ¿No son frutos de la presencia
del espíritu? Aprender a ver brotes de vida no se trata de ilusión, u
“opio del pueblo”, precisamente; es todo lo contrario. Se trata de tener
sensibilidad y caminar junto a “la gente” porque es precisamente allí
donde está soplando el espíritu. ¿No sería extraño que pretendamos que
el espíritu de Dios -¡Dios mismo!- se limite a templos, liturgias o
libros? ¿Se encierre en ellos? Debo decir, sin ninguna pretensión de mi
parte, que soy testigo que el Espíritu de Dios está en Nuevo Milenio,
o soplando por las calles de Tumaco. Precisamente entre las balas, o
entre la desocupación, entre las pobres escuelas de pobres o las mujeres
sin dientes y golpeadas, entre el alcohol y la pobreza miserable; allí,
entre la inhumanidad. Allí está el espíritu de Dios como resistencia, o
“aguante”, allí está como calidez humana, como sonrisa frecuente o como
lágrimas, como palabra acogedora, como hospitalidad, o solidaridad, en
suma: como humanidad. Curiosamente el espíritu de Dios parece
encontrarse en medio de lo más humano o inhumano, y no tanto en lo
aparentemente “divino”. Pero creo que hay que aprender a escucharlo, a
verlo. Y creo que de eso se trata la “espiritualidad”.
Sin duda alguna creo que Tumaco es mucho más parecida a Nazaret o
Cafarnaum que Buenos Aires, o Bogotá. Es precisamente en un pueblito
como ese donde Jesús dijo que el “reino de Dios se está acercando”; es
en un pueblito como ese donde es más fácil comprender que el reino se
parece a una red de pesca, o donde Pablo puede coser carpas, o donde un
trabajador manual esperar que venga alguien a contratarlo, o la mujer
preparar la masa de los panes, o dónde conviene poner la lámpara en la
casa, o hacer memoria de cuando podían sembrar y cosechar, antes que
llegara el glifosato. Creo que en sus oídos las parábolas de Jesús
resuenan de otra manera. De ese Jesús que vino a “anunciar la buena noticia a los pobres”.
Creo que las luces de neón impiden habitualmente ver la luz viva
poniéndola bajo un nuevo celemín, las bocinas de los autos aturden los
murmullos de los niños que cantan, y el cemento no suele dejar crecer
los lirios del campo. No que Dios sea ajeno a la ciudad, pero sí que la
ciudad, las rejas, los guardias, con frecuencia suelen golpear a la
mujer del Cantar impidiéndole el encuentro con el amado. No que el
espíritu deje de soplar también en la ciudad, pero sí que es más fácil
de escuchar entre risas de niños que entre motores, entre llantos de
mujeres que entre anuncios de TV. Ciertamente otro entrenamiento de ojos
y oídos es necesario en la ciudad, porque allí también sopla el
espíritu de Dios, pero sin dudas conviene entonces empezar por mirar
bajo los puentes, en los chicos de la calle, en los asilos o comedores,
para poder empezar desde los últimos, como proponía Jesús.
Pero lo cierto es que en Tumaco fui testigo que está el Espíritu Santo, y
mi paso por calles y casas, puentes y cañas, lágrimas y risas fue un
fuerte momento de espiritualidad. Vi el rostro del Espíritu, o –mejor-
el rostro con que el Espíritu eligió mostrarse y hablar, ¡rostro negro!,
con danzas y juegos, con gozos y esperanzas, dolores y llantos, rostro
humano. Muy humano. Y creo haber gozado de ese soplo del espíritu, de
ese paso por mi vida. ¡Y no puedo callar lo que he visto y oído!
Eduardo de la Serna
Junio 2011
[1] Tumaco es una ciudad del Departamento de Nariño, Colombia,
frontera con Ecuador. Según los diarios, “la posibilidad de ser
asesinado en Tumaco es ¡9 veces mayor! Que en el resto de las ciudades
de Colombia. En el año 2011, dicen, hubo 360 asesinatos. Y son 100.000
habitantes. Más del 90% son afros, pobres, mal ocupados. La guerrilla,
los paramilitares (enfrentados entre ellos) marcan “a fuego” el clima de
violencia. A veces, ser sicario por $ 10.000 (aprox. U$A 5) es una
buena manera de “hacer unos pesos”. Tener un mototaxi, o “conchear”
(salir a buscar moluscos), es otra... Las fotos de esta nota son mías.
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